Wiener Riesenrad: una superviviente

El sol se ya va escondiendo por detrás de la gran estructura metálica y circular en forma de noria. Perros, niños corriendo, familias y algún que otro turista. Podríamos estar en casi cualquier parque de atracciones del mundo, incluso en cualquier feria, hasta la más remota, pequeña y destartalada que podamos imaginar. Globos de helio, corazones gigantes, algodón de azúcar, fastfood, gritos que se entremezclan con las bases de las canciones más horteras y anticuadas del mercado, vendedores de tómbolas, humo de colores, casas del terror y luces parpadeantes que en poco tiempo empezarán a robarle protagonismo a la oscuridad.

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A la entrada, a los pies de la gran noria de vagones rojos, la estatua del mago Basilio Calafati Altere nos da la bienvenida. Este personaje fue quien dio comienzo al parque de atracciones en el que nos encontramos con la creación de su primer carrusel en 1895. Años atrás, el recinto en el que ahora se localiza la feria era utilizado como coto de caza imperial de la familia Habsburgo, no fue hasta el año 1766 que el Wiener Prater abrió sus puertas al público. Más de 100 años después de su inauguración, la figura de cobre del ilusionista Calafati sigue invitándonos a perdernos entre casetas de tiro, laberintos de espejos y tiovivos. Hay dinosaurios escalando paredes escarpadas, una cabeza de payaso del tamaño de un edificio y en el carrusel los ponis son de carne y hueso. Dentro de la pista de los autos de choque unas figuras giran sin cesar cual bailarines de vals y, fuera de ella, la feria sigue su propio ritmo ajetreado. Pero fijémonos mejor. Las farolas parecen lámparas de araña que en su extremo se abren y se separan en diferentes compartimentos de colores variados. Una figura de la muerte, encapuchada, toca una flauta travesera y en uno de los tiovivos suena música clásica, que contrasta con las apresuradas melodías del resto del recinto. Y es que no en vano nos encontramos en una de las ciudades más imperiales de Europa: Viena. Ciudad de palacios, iglesias, teatros y jardines. Ciudad de ilustrados, emperadores, artistas y músicos. Capital de Austria, sede cultural e histórica. Fue donde Mozart dio sus primeros conciertos, donde gobernó la emperatriz Sissi, donde se halla el famoso cuadro del beso de Klimt.

Y de fondo, siempre la Wiener Riesenrad, la gran noria desde la que se puede observar toda la ciudad. Esta estructura de 60 metros de altura ha sido escenario de realidades históricas y ficciones cinematográficas. Esta superviviente de la segunda guerra mundial ha servido de plató a clásicos del cine como El tercer hombre (1945), con la imagen de Orson Wells fumando con la noria de fondo mientras espera reencontrarse con su supuesto amigo muerto Harry Lime. “Mira ahí abajo, ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? ¿Si te ofreciera 20.000 dólares por cada puntito que se parara me dirías que me guardase mi dinero o empezarías a calcular la cantidad de puntitos que serías capaz de parar?”, le pregunta Harry Lime desde lo alto de la noria al protagonista del tercer hombre. Pero la carrera cinematográfica de esta estructura metálica no acaba aquí ya que ésta ha sido también escenario de otras películas más recientes como 007: Alta tensión (1987), una de las entregas de la saga James Bond o Antes del amanecer (1995). La Wiener Riesenrad, con su historia y vagones rojos, rodeada del excéntrico pero nostálgico parque de atracciones Prater, es ya uno de los emblemas más significativos de la ciudad de Viena.

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