A las 16:00 de la tarde salía el autobús que nos llevaría desde Kedogou hasta Dakar, 14 horas de viaje en un vehículo que nos habían prometido que era cómodo y espacioso. La verdad es que para los estándares de Senegal sí que cumplía con estas dos cualidades, pero para nuestros culos europeos no tanto. Cuando llevábamos dos horas de viaje por la abrupta carretera del Niokolo Koba, llena de socavones y camiones, ya estábamos cansados del autobús.
Una cosa curiosa que nos llamó mucho la atención antes de subir al autobús es que había demasiada gente esperándolo en la parada. “No cabremos”, pensaba yo. Pero para nuestra sorpresa el vehículo tenía asientos a cada lado del pasillo y también en el propio pasillo, pues los reposabrazos de los asientos de la izquierda contaban con una especie de silla supletoria. Eso es lo que yo llamo optimizar el espacio. Las personas que iban sentadas en el medio llevaban los pies colgando y como no tenían donde apoyarse acababan durmiendo encima del de al lado.
Llegada a Dakar desde Kedogou
Solamente hicimos dos paradas en todo el trayecto. La primera fue en Tambacounda y la segunda fue ya llegando a Dakar. Paramos en mitad de la carretera porque era la hora de rezar. Cuando bajamos del autobús mi pie era el doble de grande y casi no podía caminar. Llegamos a Dakar a las 7.00 de la mañana y fuimos directamente al hotel. Tuvimos la suerte de que nuestra habitación estaba ya lista así que no nos lo pensamos dos veces y nos tiramos en plancha sobre la cama.
Nos despertamos a la hora de comer, ya bastante recuperados y salimos a ver qué nos deparaba la capital de Senegal. Dakar no tiene nada que ver con el resto del país, pues se trata una metrópoli moderna de más de un millón de habitantes. Quizá fue el cansancio de aquel día pero la verdad es que no nos resultó especialmente atractiva. Pasamos la tarde paseando por la Plateau (que es el centro urbano de la ciudad) y pudimos admirar los edificios coloniales de la época francesa que todavía se mantenían en pie: la cámara de comercio, el ministerio de asuntos exteriores, la estación de ferrocarriles o el palacio presidencial. También nos aventuramos a entrar en varios mercados pero la insistencia de los senegaleses hizo que enseguida buscáramos un lugar más tranquilo. Acabamos paseando junto a la orilla del mar, donde unos chicos jugaban al fútbol.
Para volver al hotel sufrimos un tráfico increíble, pues estaba toda la ciudad colapsada, pero finalmente lo logramos. Aquella era nuestra última noche en Senegal y cenamos en un restaurante portugués con música en directo.
Visita a la isla de Gorée
No podíamos volver a casa sin visitar antes la isla de Goreé, uno de los principales atractivos de Dakar. Sin embargo, nadie sabía con certeza cuáles eran los horarios del ferri así que decidimos madrugar para curarnos en salud. A pesar de todo, cuando llegamos al puerto ya se había formado una cola larguísima para entrar en el edificio portuario. La organización fue pésima y no pudimos evitar las colas ni los empujones. “El barco sale en media hora”, te decían, y a los cinco minutos tenías que correr para no quedarte en tierra.
Llegamos a Goreé a la hora de comer y lo primero que hicimos fue sentarnos en uno de los restaurantes del paseo principal para disfrutar de nuestro último plato de pescado en el país. Al acabar, decidimos contratar un guía local para visitar los puntos clave de la isla.
Esta pequeña isla situada a tan solo tres kilómetros de la capital senegalesa es patrimonio de la humanidad desde el año 1978. La paz y tranquilidad que se respira en este enclave contrasta con la historia y los trágicos acontecimientos que tuvieron lugar en Goreé.
A lo largo de los siglos XVII y XVIII se construyeron grandes mansiones coloniales que fueron habitadas por europeos de clase alta, sobre todo ingleses y franceses. Éstos fueron los responsables de que la isla de Goreé se acabara convirtiendo en uno de los principales enclaves dedicados al comercio de esclavos en Senegal. Más de 12 millones de africanos fueron enviados a América en contra de su voluntad y en condiciones deplorables para que trabajaran en las plantaciones de algodón del continente americano. Eran encadenados en las bodegas de los barcos, que apenas contaban con ventilación, y estaban sometidos a unas condiciones de higiene insalubres. Por ello y por la falta de agua y comida la mitad de los esclavos moría en el camino y muchos otros lo hacían durante los dos primeros años después de llegar a América debido a los trabajos forzosos y la violencia ejercida por parte de sus dueños.
La Maison des Esclaves (la casa de los esclavos) es el reflejo del horror que supuso el sucio negocio de la esclavitud. Era allí donde los prisioneros aguardaban a la espera de ser embarcados en navíos negreros. En una habitación de unos cuatro metros cuadrados podía haber hasta 15 o 20 hombres a los que solamente se les permitía salir una vez al día. Los esclavos estaban divididos por géneros y los niños ocupaban habitaciones distintas. El peso mínimo para un esclavo eran 60 kg y si los reclusos no alcanzaban esa cifra eran engordados con judías como si fueran animales. También había habitaciones para castigar a los que habían tenido un comportamiento inadecuado a los ojos de sus dueños. La violencia era habitual y las violaciones se sucedían como algo totalmente normal.
Maison des Esclaves en la isla de Gorée
De hecho, la única forma que tenía una prisionera de escapar de la Maison des Esclaves era quedándose embarazada, pues las mujeres encintas eran puestas en libertad. En la isla de Goreé la figura de la signora tuvo una gran importancia en el contexto de la época. Las signoras eran las nativas casadas con hombres blancos o las hijas mestizas de estos matrimonios. Éstas gozaban de un alto prestigio social, pues eran consideradas ciudadanas de pleno derecho.
Uno de los puntos clave de esta macabra casa de esclavos es la puerta de no retorno, desde donde partían los navíos hacia América. Se trata de un amplio arco que da directamente al océano y que en su día estuvo custodiado por centinelas. A los pies de esta puerta, aguardaban tiburones dispuestos a devorar a todo aquel que fuera arrojado. Durante la visita nos llamó mucho la atención la frivolidad con la que los senegaleses se enfrentaban a la Maison des Esclaves. Muchos de ellos entraban alegres y sonriendo y no dudaban en hacerse fotos para el recuerdo.
Seguimos con la visita de la isla y para ello subimos hasta el Castillo de Gorée, un área fortificada construida durante la Segunda Guerra Mundial. A día de hoy todavía quedan los cañones que se utilizaron para hundir un navío inglés que intentaba conquistar la isla. Los restos de este buque británico están señalizados con una boya a poca distancia de la costa. El antiguo palacio del gobernador, el monumento a la liberación de la esclavitud o el antiguo hospital son también algunos de los puntos de interés de la isla.
Es un lugar muy turístico y por ello no es de extrañar que haya cientos de puestos de artesanía local donde poder comprar cuadros, telas, figuritas y otras piezas hechas a mano. Acabamos de dar un paseo por la isla y regresamos al puerto para disfrutar de un refresco antes de volver a Dakar. En la playa, decenas de familias senegalesas tomaban el sol y se bañaban en el océano.
El ferri de vuelta no tardó en llegar así que nos despedimos de la isla de Gorée y regresamos a la caótica ciudad de Dakar. Desde allí cogimos un taxi hasta el hotel, acabamos de hacer las maletas y nos fuimos directos al aeropuerto. ¡Habían sido dos semanas muy intensas y enriquecedoras!