Desde Quesntown nos dirigimos por carretera a Milford Sound, una espectacular zona de fiordos situada en la costa oeste de la isla sur de Nueva Zelanda. Está previsto que tardemos unas cinco horas en llegar, sin embargo el tiempo está siendo muy malo, hay mucha niebla y está lloviznando, por lo que es posible que nos demoremos algo más en llegar a nuestro destino.
Pasado Te Anau recogemos a un chico que está haciendo autostop, lleva una pequeña mochila y viste una chaqueta con capucha azul. Resulta ser un joven francés. El chico lleva viajando cuatro meses por Nueva Zelanda y aún estará por aquí otro mes más antes de regresar a su país. Durante este tiempo todavía no ha cogido ni un solo autobús sino que todos los desplazamientos los realiza a dedo. Qué amable es la gente aquí, qué fácil es moverse, con qué facilidad se encuentra trabajo; nos explica nuestro nuevo compañero de viaje. Después de la primera media hora hablando con él, es imposible no pensar en quedarse indefinidamente en Nueva Zelanda. Con un mapa sobre la mesa nos recomienda algunos de los sitios a los que ir y nos explica algunas de historias que le han ocurrido. Estamos bien entretenidos y acompañados lo que queda de camino. “Casi no llueve ahora, hace unas semanas estuve caminado bajo la nieve durante más de 5 horas”, nos explica nuestro amigo francés. Al final, hasta acabamos jugando a cartas con él. Nos separamos al llegar a la zona de los fiordos y quedamos a una hora en concreto para volver juntos en la caravana.
Una vez en el Milford Sound decidimos contratar una excursión en barco de dos horas para un primer acercamiento del lugar.

Sigue lloviendo de forma intermitente y la bruma se interpone entre nosotros y el paisaje. Aguas oscuras, abruptos acantilados y cascadas de diferente longitud que desembocan en el mar. El pico más elevado que se puede observar es el Mitre, con 1692 metros de altura.
El barco se mueve considerablemente y más de uno se pega un resbalón. La lluvia y el viento golpean en la cara y la ropa, por suerte más o menos impermeable, de los pasajeros que se encuentran en la cubierta.

Cada vez estamos más cerca de una de las cascadas, se puede oír con fuerza el ruido que el agua provoca al chocar con la montaña y el mar. Nos encontramos casi debajo de la cascada y la gente ya ha empezado a guardar sus cámaras y móviles. Agua y viento te empujan hacia el interior del barco. El ruido es cada vez más potente y ya apenas se distinguen las voces. En cubierta solo queda un reducido grupo de valientes dispuestos a mojarse por completo. El aire cargado y la fuerza del agua helada acaban por provocar la huida de la pequeña minoría que aún se resistía a sucumbir ante la cascada. Un solo hombre se enfrenta a ella. Va vestido de negro y lleva en el bolsillo trasero un abrebotellas. Nos encontramos completamente debajo. Alza la cabeza, cierra los ojos y se deja invadir por majestuosidad de la cascada. Agua, agua, agua, agua, agua, agua, agua, agua.
A la vuelta, nuestro amigo francés ya nos espera junto a la caravana.